Un lugar donde aprender a gobernar: Blavatnik School of Goverment (Oxford)

29 de Octubre de 2018//
(Tiempo estimado: 13 - 25 minutos)

Fundadora del Global Economic Governance Programme de la Universidad de Oxford, Ngaire Woods también ha liderado la creación de la Blavatnik School of Government en dicha universidad, además de ser cofundadora del programa conjunto Global Leaders Fellowship de las universidades de Oxford y Princeton.

Desde su creación, la Escuela de Gobierno Blavatnik persigue la visión de conseguir un mundo mejor dirigido, mejor atendido y mejor gobernado. “Nuestra misión es inspirar y apoyar las mejores políticas gubernamentales y públicas en todo el mundo”, explica Woods.“No hay sociedad que no quiera que su gobierno funcione mejor. Nuestro enfoque para mejorar el gobierno es colaborativo, multidisciplinario y a través de todos los sectores, y nuestro objetivo es aprovechar la mejor experiencia y los últimos conocimientos. Trabajamos duro para garantizar que tenemos un impacto positivo en las políticas de cualquier lugar y que este redunde mejor”. Para mantenerse conectada con los desafíos actuales y generar vías que lleven la investigación a la práctica, la Escuela desarrolla colaboraciones innovadoras y productivas con organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, incluidas empresas del sector privado; además de actividades de divulgación que ofrecen soluciones políticas inteligentes para los gobiernos y para quienes han de tomar las decisiones en los negocios y en la sociedad civil.

Además de su labor como decana de la Escuela de Gobierno, Woods es miembro del International Advisory Panel del Asian Infrastructure Investment Bank, del Consejo de la Mo Ibrahim Foundation y del patronato del Rhodes Trust, así como copresidenta del World Economic Forum’s Global Future Council on Values, Technology and Governance y miembro del Consejo Asesor del Center for Global Development en Washington.

Su investigación se ha centrado, principalmente, en la mejora del gobierno de las organizaciones, los desafíos de la globalización, el desarrollo global y el papel de las instituciones internacionales y la gobernanza económica mundial.

Sobre todos estos temas nos habló en su visita a la Fundación Rafael del Pino, donde pronunció la conferencia magistral “El debilitamiento de la democracia y la fractura del orden global”.

FEDERICO FERNÁNDEZ DE SANTOS: Ha estado involucrada en la creación de la Escuela de Gobierno desde el inicio. ¿Qué razones motivaron el desarrollo de este proyecto? 

NGAIRE WOODS: Antes de crear la Escuela y como académica en Oxford, trabajaba bastante con países emergentes y economías en vías de desarrollo, pensando en sus estrategias con las organizaciones internacionales. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que las universidades sean lugares llenos de personas brillantes, grandes investigadores y respetados estudiantes de doctorado y máster que pasan mucho tiempo diciendo dónde aplicar su conocimiento o a qué dedicar su tesis. En el otro extremo, hay ministros por todo el mundo, enfrentados a decisiones tremendamente complejas, que les obligan a tomar elecciones muy difíciles, que afectan a muchas personas y sin evidencias empíricas que ayuden a resolver dichos problemas. Así que creí que intentando unir estos dos mundos podríamos contribuir de alguna manera. 

Oxford tiene 900 años, y muchas veces se ha pensado en crear una Escuela de Gobierno. Fueron muchos quienes antes lo intentaron. Echando la vista atrás, creo mis colegas y yo hemos tenido una suerte increíble, pues diseñamos la Escuela de Gobierno en el momento justo; en una situación donde el mundo estaba pivotando. Si Oxford la hubiese creado hace 100 años, su planteamiento giraría alrededor de cómo construir democracias el estilo de Westminster, y eso no habría sido lo apropiado. Incluso si lo hubiera hecho en los años 80, habría sido una escuela tan escéptica respecto de los gobiernos, que habría estado más orientada a las redes de políticas públicas que a los gobiernos. 

Nosotros creamos la Escuela tras la crisis financiera, después del 9/11 y tras la Primavera Árabe. De repente, todo el mundo estaba de acuerdo en que, los amases u odiases, los gobiernos importaban y había que gobernar mejor. Aún no me he encontrado con ninguna persona, de ninguna comunidad del mundo, que no desee estar mejor gobernada. Ese es nuestro trabajo: construir una Escuela que ayude a los gobiernos a gobernar mejor.

F.F.S.: En el desarrollo de una estrategia se invierten recursos, tiempo y energía creativa. Si bien es imprescindible un excelente diseño de la estrategia, las organizaciones –y aquí incluimos a los gobiernos– deben asegurarse de poseer la capacidad necesaria para realizarlas. De lo contrario, los resultados no llegan. Desde su experiencia, ¿se reconoce que es tan importante cerciorarse de tener los recursos como de diseñar la estrategia? 

N.W.: Si pudiese tocar con una varita mágica los servicios públicos de todos los países, sería con el objetivo de hacerlos esencialmente meritocráticos. La meritocracia, la eficiencia y los costes racionales no siempre son lo mismo. De estos tres conceptos, el más importante en el sector público es la meritocracia. Si no tienes a personas con gran capacidad y motivación, no conseguirás nada. 

En este sentido, el aspecto que está más a favor de los gobiernos es que quienes desean trabajar en lo público tienen una gran motivación y buenos propósitos. Lo peor –y esto sucede prácticamente en todos los gobiernos del mundo–, es que esos buenos propósitos y motivación se extinguen en un par de horas, al verse inmersos en un entorno tan burocrático. De repente, las personas tienen miedo al riesgo, se vuelven conformistas y box-tickers (marcadores de “x” en formularios). Algo que intentamos en la Escuela es pensar sobre cómo aprovechar esa predisposición positiva para crear un servicio público que responda, que sea meritocrático y que innove.

Actualmente, el aspecto de la estrategia es de gran relevancia. Si pienso en todos los gobiernos con los que he estado dialogando, desde Arabia Saudita a los Emiratos u Omán, todos tienen un documento que refleja su visión; incluso en la universidad, cuando se construye una Escuela de Gobierno, se comienza por ahí. Sin embargo, esa misión o visión no significa nada si no se moviliza a las personas para que, de verdad, deseen conseguir los objetivos de forma conjunta. 

Cuando comencé el proyecto de la Escuela en Oxford tenía un plan, una visión; pero realicé más de 200 consultas entre universidades, escuelas, departamentos, físicos, arqueólogos, historiadores clásicos, científicos, médicos… Las respuestas a mis preguntas acerca de cómo creían que debería ser una escuela para gobernar y para qué debería servir, transformaron el proyecto. Mis ideas iniciales se fueron transformando en algo diferente, más amplio y más valiente. El resultado fue muy positivo, porque muchísimas más personas entendieron el objetivo de esta Escuela y se involucraron para que naciera. Estas consultas fueron cruciales. 

Este es uno de los aspectos más importantes que tenemos que redescubrir en los gobiernos: conseguir un entorno en el servicio público que magnifique y utilice ese talento y propósito de todos los involucrados, para crear una gran forma de gobernar. Esto podría significar una enorme ventaja, de igual manera que las principales compañías del mundo ya se han dado cuenta de que los millennials con más talento están motivados por los propósitos y la misión. 

F.F.S.: Hablando de grandes compañías, en España tenemos Consejos de Administración envejecidos, carentes de diversidad y donde muchos consejeros delegados son al mismo tiempo presidentes del Consejo. ¿Cómo deberíamos contemplar la gobernanza en estos órganos?

N.W.: Hay cosas que dan miedo, como que la duración media del cargo de un CEO sea de cuatro años o que el 60% de las acciones cambien de mano diariamente. El modelo anglosajón es cada día más cortoplacista, lo que ha provocado que empresas como Mackenzie, Blackrock y TATA se unan para buscar soluciones que permitan formas de capitalismo más a largo plazo. En un entorno de consejeros delegados de muy breve duración y con un contexto accionarial muy fluctuante que no permite un control, los Consejos de Administración juegan un papel crucial. 

Es evidente que la diversidad es algo positivo y necesario. La función de los consejeros es asesorar sobre los riesgos y retar al pensamiento grupal. Los Consejos tienen que luchar contra un pensamiento donde todos están persuadidos de su idoneidad. En tiempos de bonanza, las compañías pueden funcionar bien con Consejos homogéneos, pero lo importante es cómo evitar las crisis y no caer en la bancarrota en tiempos difíciles. Es en estos momentos cuando la diversidad cobra realmente importancia. Cuanto más homogénea sea la composición de un Consejo, más difícil será que alguien rete a los demás. Hay una clara evidencia de que los hombres y las mujeres, por la razón que sea, valoran los riesgos de forma diferente; por lo tanto, existe una ventaja natural en aquellos Consejos compuestos por hombres y mujeres, pues enfrentarán los riesgos teniendo en cuenta diferentes perspectivas, lo cual hará más fuerte a la compañía. 

Hoy la gobernanza en los Consejos de Administración es más importante que nunca. Es necesario ser valiente y asumir riesgos, no solo evitarlos. Las compañías ganadoras serán aquellas que adopten la diversidad en sus Consejos, y además la utilicen de forma eficiente.

F.F.S.: Para el presidente de CaixaBank, Isidro Fainé, la humildad y la capacidad de hacer que quienes te rodean alcancen su máximo potencial son dos factores necesarios para ser un gran líder. ¿Qué opina al respecto?

N.W.: Los líderes hacen, sobre todo, dos cosas: ayudar al grupo a entender cuál es su objetivo y asegurarse de que todos se movilicen para conseguirlo. Buena parte de la literatura de management pone demasiado énfasis en la visión –evidentemente se necesitan objetivos que motiven a las personas, y líderes que estén focalizados hacia ellos–, pero se olvidan de la movilización. 

Si uno observa a los gobiernos del mundo, puede detectar a muchos políticos llenos de palabrería y objetivos, pero con muy poca implementación. Esto me hace pensar que nuestras escuelas de management deberían ocuparse más de enseñar a las personas cómo movilizar a los demás. En este sentido, desarrollar la escucha activa es de gran ayuda.

F.F.S.: Muchos gobiernos utilizan los referéndums para, según afirman, “escuchar al pueblo”. Sin embargo, decía Margaret Thatcher que los referéndums son herramientas de dictadores. ¿Por qué tenemos tantos en la actualidad? ¿Son positivos?

N.W.: Los referéndums obstaculizan la democracia. Vivimos en democracias representativas, y eso significa que votamos a alguien para que tome decisiones en nuestro lugar, porque ni usted ni yo tenemos la información y el conocimiento necesarios para hacerlo. La mayoría de las decisiones que toman los gobiernos son difíciles. Por ejemplo: ¿se deben utilizar los presupuestos sanitarios para comprar fármacos para personas con cáncer o para comprar instrumental que ayude a respirar a los bebés? Estas elecciones son complicadas, y para tomarlas se necesita un grupo de representantes que estén totalmente informados. Además, si se equivocan en su decisión, se les puede echar y votar a otros. En esto se basa la democracia representativa.

Si las personas a quienes hemos votado para representarnos y tomar esas decisiones responsabilizándose de ellas –y corriendo el riesgo de no volver a ser elegidas si se equivocan–, acaban pasando al pueblo la responsabilidad de decidir, lo que en realidad están haciendo es negarse a asumir la función para la que fueron designadas. No se puede permitir hacer eso a ningún líder, ni en el sector público ni en la empresa privada. Un líder debe aceptar sus responsabilidades. Hemos de ser difidentes con aquellos líderes políticos que se eximen de su responsabilidad de gobernar. Hay muchas evidencias de las malas consecuencias de los referéndums, los cuales son una de las formas más utilizadas por los movimientos populistas.

Quiero dejar algo muy claro: los gobiernos deben consultar de modo permanente y bidireccional a la población; pero un referéndum no es una consulta. En la actualidad, se sirven de esta forma para consultar, cuando en realidad no están escuchando aquello que realmente importa y preocupa a los ciudadanos. Un referéndum es pedir a la población que marque una casilla. Si los políticos piensan que eso es consultar, no deberían representar a nadie. 

En todo el mundo –ya sea en Gran Bretaña, en España con el tema de Cataluña o en Colombia–, la población tiende a no votar sobre el tema propuesto en el referéndum, sino que vota a favor o en contra del gobierno que lo plantea. Muchos de quienes votaron a favor del Brexit, al ser preguntados por sus 10 máximas preocupaciones, no incluyeron a la Unión Europea entre ellas. Lo que realmente les preocupaba era el recorte de los presupuestos que estaba llevando a cabo el gobierno. Al votar, lo que hicieron fue enviarle un mensaje mostrando su desacuerdo con la política que estaba realizando, pero las consecuencias ya las conocemos todos.

F.F.S.: Sus estudios y análisis sobre el Brexit son sobresalientes. En ellos resalta la cantidad de años necesarios para conseguir un acuerdo de comercio, y la importancia que en dichos acuerdos tiene el volumen. La población europea y su mercado cuadriplica al británico; es decir, cualquier acuerdo será perjudicial para Reino Unido. ¿Cómo es posible que esto no se tuviese en cuenta?

N.W.: Las negociaciones comerciales no son algo que la gente normal considere, aunque en mi caso sea una parte relevante de mi trabajo. Es muy llamativo que incluso políticos con experiencia pensaran que, para firmar un acuerdo con Alemania, uno solo tenía que desplazarse allí un fin de semana. 

Cuando se firma un acuerdo de comercio, lo importante está en la letra pequeña. Por ejemplo, si se firma el permiso para la entrada de pollos norteamericanos en el mercado británico sin barreras fitosanitarias –como más tarde descubrieron los ingleses–, se puede terminar teniendo pollos lavados con cloro que destruyen la industria avícola local. No estoy abogando por el proteccionismo, pero es importante reconocer que un acuerdo comercial afecta a todos los negocios de un país. Por eso, todos ellos quieren exponer su posición y, siendo el gobierno su representante legal, está obligado a escucharlos a todos. Hay buenas razones para justificar por qué un acuerdo comercial puede tardar hasta 15 años en ratificarse. Escuchar a todo el mundo y proteger los intereses de todos implica tiempo.

Cuando uno está involucrado en este proceso democrático legítimo, entiende su importancia. En nuestro caso, ha predominado la ingenuidad de los políticos y los ciudadanos británicos, e incluso de los líderes empresariales, que no comprendieron que uno no puede, simplemente, salir de la UE. La gente creyó que toda la economía mundial era un libre mercado y que la única barrera que existía entre el mercado internacional y Reino Unido era la UE. Me he encontrado explicando hasta la saciedad que todos y cada uno de los mercados del mundo han de ser negociados para acceder a ellos, y que conseguir ese acceso requiere de mucho tiempo. 

F.F.S.: Durante la celebración de los Rencontres Economiques d’Aix-en-Provence en 2017, tras el foro de Davos, dijo que le parecía que estos grupos, predominantemente compuestos por economistas, no estaban en sintonía con la situación de convulsión política; que daba la sensación de que no se la tomaban en serio. Acontecimientos como los de Cataluña o los resultados electorales de Alemania, Austria, Holanda..., ¿demuestran que debemos preocuparnos más por el problema del populismo?

N.W.: Lo que decía es que muchas de las instituciones económicas y financieras del mundo, así como muchos economistas, desde el año 2008 han continuado pidiéndonos que confiemos en ellos, que pueden hacer que la globalización funcione bien para todos. El problema es que la gente no es estúpida. En 23 de los 25 países más ricos del mundo, la mitad de sus poblaciones tienen salarios que no crecen o incluso se reducen. Sus vidas van a peor, igual que las de sus hijos, y cada vez les resulta más difícil permitirse una educación o una sanidad adecuada. Ya no “compran” el argumento de que no deben preocuparse porque “ellos” van a solucionar los problemas y hacer que las condiciones de vida progresen; porque la realidad es que empeoran. 

Hablamos de una población que nació y se crió en un mundo donde todo había mejorado para su generación; y ahora sucede lo contrario. Los psicólogos tienen mucho que decir sobre la aversión a la pérdida, pues la gente se preocupa más de lo que va a perder que de aquello que puede ganar. Dar un paso atrás cuesta mucho más que darlo hacia delante, económicamente hablando. Por eso, la población no solo es escéptica, sino que está enfadada y asustada ante la perspectiva de que sus hijos vayan a estar todavía peor. 

Los partidos a los que se vota en contra o que son expulsados del gobierno, son partidos que no aceptan este problema, ni escuchan ni aportan soluciones. Están fracasando a la hora de representar a la población, algo que está dejando la puerta abierta a los populistas. 

Si queremos fortalecer la democracia, el establishment político deberá aprender algunas cosas que los populistas sí hacen bien, empezando por hablar el lenguaje de la gente, refiriéndose a sus problemas y apelando a sus sentimientos. También usan mensajes simples y directos (“Nosotros sí te escuchamos”), aunque a menudo sean simplistas y falsos… Por ejemplo, la razón por la que el sistema sanitario está colapsándose en muchas partes de Europa es, según ellos, por los inmigrantes. Nosotros tenemos investigaciones que demuestran que esa no es la causa, pero la cuestión es por qué la población les cree. La respuesta es que lo hacen porque sus vidas van, realmente, a peor, y los populistas envían un mensaje de transformación, de salvación. Por lo tanto, hay que prestar atención a este tema muy seriamente. Necesitamos algo que sea radical y transformador; no sirven los paños calientes.

El desafío populista es un desafío al imperio de la ley, que costó cientos de años desarrollar; pero también es una oportunidad para renovar las democracias y para el surgimiento de una nueva clase de políticos que sepa escuchar a la gente.

F.F.S.: Hay una frase del que fuera presidente de la Suprema Corte de Estados Unidos de 1916 a 1939, Louis Brandeis, que usted utiliza con frecuencia: “Podemos tener democracia en este país o podemos tener la riqueza concentrada en las manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas”. Hay un consenso con respecto a la acumulación de riqueza, pues el 1% posee el 50% de la riqueza financiera en los EE.UU., del mismo modo sucede en Reino Unido, Canadá o Australia… ¿Hacia dónde vamos?

N.W.: No podemos seguir así, y curiosamente quienes son más conscientes del abismo hacia el que nos dirigimos es ese 1% de la población. En diferentes reuniones del último Foro de Davos, un entorno donde se reúnen los más importantes CEOs del mundo, me ha quedado claro que la mayoría de ellos entiende esta situación y son conscientes de que sus empresas no podrán seguir haciendo negocios si no tienen consumidores. Tampoco pueden progresar dentro de sociedades que son ingobernables. 

Está naciendo la idea de la necesidad del cambio en ese 1% y da la impresión de que son los gobiernos quienes están retrasados frente a esta forma de pensar. Necesitan acelerar en su comprensión de que estamos en un momento crítico, pivotante, que requiere de nuevas ideas, valientes y transformadoras. 

F.F.S.: Una de las desventajas que se achaca a la democracia es la lentitud de los procesos de decisión y de regulación. ¿Cómo se debe afrontar este problema desde la perspectiva de la gobernanza? 

N.W.: Soy optimista al respecto. Las tecnologías pueden hacer a los políticos mucho más receptivos a la hora de escuchar a la población y permiten agregar información para responder de manera más inteligente. La Grande Marche de Macron es un ejemplo. 

Creo que tenemos que repensar la forma en la cual regulamos, pues hoy es como jugar al gato y al ratón. Esperamos que los gobiernos legislen y regulen, contratando a personas inteligentes y bien formadas para que hagan cumplir la legislación. Al mismo tiempo, las compañías sutil y hábilmente procuran estar siempre un paso por delante de los reguladores. Hemos podido ver esto en el sector financiero más que en ningún otro, donde las regulaciones son cada día más complejas y difíciles de aplicar. Si las intenciones fuesen las de hacer cumplir la regulación de una forma justa y equilibrada, se necesitarían millones de reguladores, a los que habría que pagar salarios muy elevados y asegurarse de que fuesen tanto o más inteligentes que las personas del sector privado a quienes se intentaría aplicar la regulación. Este planteamiento no me parece el más adecuado. 

Cuando regulamos, deberíamos comenzar por preguntarnos cuál es la forma que puede ser impuesta, de una manera justa, por el menor número de personas regulando. Un buen ejemplo es el que se aplicó a los barcos petroleros hace un par de décadas. Se estaba ante una disyuntiva: multar las descargas ilegales en altamar o requerir a las navieras que sus barcos tuviesen un doble casco, que capturase las pérdidas de crudo. La industria, obviamente, prefería la alternativa de las multas, y fue la primera regulación aplicada. Evidentemente, fue imposible controlar las descargas de los barcos en altamar; incluso cuando se descubría una, había que probar que procedía de un cierto barco, lo que resultaba imposible. Aplicar una regulación de este tipo habría supuesto contratar a decenas de miles de guardacostas, equiparlos y mantenerlos. Por el contrario, requerir el doble casco en los petroleros era, con diferencia, la mejor solución, aunque la industria no estuviera a favor. Desde la perspectiva del regulador, controlar que los petroleros tengan doble casco es muy sencillo. 

Si pensamos en el sector de servicios financieros y en aquello a lo que más se resisten los bancos, la respuesta es niveles de capitalización. Por eso creo que este juego del gato y el ratón nos ha llevado en la dirección equivocada. Lo que está claro es que los bancos no quieren verse obligados a tener más capital. Es por ello que estaban dispuestos a aceptar todo tipo de regulación, por compleja y bizantina que fuese, siempre que pudiesen apalancarse al máximo. Además, para los reguladores era prácticamente imposible mantenerse al día con los bancos. 

Si analizamos Basilea II, es absolutamente compleja, enrevesada y sin una definición de capital básico estándar, ya que el denominador era decidido por los propios bancos. Creo que esta es una de las causas de su fracaso. Me apena decir que no hemos vuelto a la simplicidad. Un banco debe de conservar capital, y sabemos cuál es el nivel que debe tener si observamos a bancos privados de responsabilidad no limitada, como los de Brasil o Suiza. Si nos preguntamos cuál es el nivel de capital que ha de mantener un banco de responsabilidad limitada, obtendremos entonces una aproximación al riesgo que el público toma con un banco, que es de aproximadamente el 13 o 14% (que es lo que tienen como capitales bancos privados). El mundo sigue en este territorio de compromiso respecto a la única cosa que sabemos como cierta para la regulación bancaria, y a partir de ahí existen miles de páginas de otras regulaciones e ingentes departamentos de compliance que generan tremendos gastos. Además, los bancos se quejan, y con razón, de tener estos departamentos, cuando deberían dedicarse a su función.

No creo que el “tsunami” tecnológico comprometa y haga más complicada la regulación, sino que debemos repensar de forma inteligente cómo nos enfrentamos a ella; caminando hacia gobiernos más livianos, pequeños y afines, en lugar de promover la expansión del ámbito regulatorio.

F.F.S.: Otro “tsunami” es el ocasionado por las diferentes visiones de los partidos políticos, pues cuando cambian los gobiernos, los recién llegados se dedican a desmantelar lo previamente construido, como es el caso de Trump. Además, este cortoplacismo contrasta con las políticas alineadas de países con dictaduras blandas, como China, que priorizan sus objetivos –como ha sido el desarrollo del sector fotovoltaico en este país– y generan una ventaja competitiva. ¿Cómo podemos superar esta limitación?

N.W.: Creo que debemos poner el foco sobre las democracias y la necesidad de insertar con inteligencia los objetivos a largo plazo en los procesos de gobierno. Algunas democracias lo hacen; incluso en Estados Unidos, desde hace tiempo, se está intentando insertar la colaboración en los objetivos, de manera que se avance en una misma dirección en periodos más o menos largos de cinco años. Reparar, sustituir o ampliar una carretera no es algo de derechas ni de izquierdas; no se trata de un tema ideológico.

Hasta la última crisis, las democracias se habían vuelto muy complacientes. Existía tal nivel de confianza después de la Guerra Fría con el hecho de que la democracia y la libertad de mercados era la solución a todos los males, que de repente el crecimiento de China y la crisis financiera del año 2008 nos hizo ver que nunca se puede ser complaciente y acomodaticio con la democracia, sino que es un proyecto que tiene que estar en continua innovación y renovación. Tras la caída de la Unión Soviética, los políticos dejaron de escuchar a los ciudadanos y se olvidaron de que la democracia es un proyecto que debe implicar a todos.

Que una crisis financiera local, como fue la de las hipotecas subprime, se convirtiera en global, y que además surgiera en el epicentro del sistema, dejó patente que el modelo se había roto. Como consecuencia, los países en desarrollo, que hasta entonces miraban a Estados Unidos y Europa Occidental, pasaron a preocuparse de lo que ocurría en países como China o Singapur, algo impensable hace una década.

Volviendo a su pregunta, creo que el sector público tiene que unir fuerzas con el privado y pensar en objetivos a largo plazo. De esta manera, se podrán evitar estos ridículos ciclos de cuatro años, con objetivos que son revertidos en cuanto cambia el gobierno. Da pena ver a la Administración del presidente Trump deshaciendo irreflexiva y deliberadamente lo que consiguió el presidente Obama, aunque nos queda la esperanza de que existan suficientes funcionarios públicos con la sensibilidad necesaria –y sí, con orientaciones ideológicas– como para evitar esto; y que además tengan suficiente apoyo del sector privado como para conseguirlo.

E.E.: La cooperación internacional está cambiando de una forma proporcional a la capacidad de influencia de Estados Unidos. ¿Cómo ve el futuro?

N.W.: Algunos argumentan que el hecho de que el presidente Trump esté destrozando la posición de liderazgo de Estados Unidos tendrá como consecuencia la desestabilización de la cooperación internacional. Sin embargo, yo creo que lo que está haciendo es acelerar un proceso que ya estaba en marcha. Mientras EE.UU. entra en declive, otros países están emergiendo, entre ellos China será preeminente. 

Recientemente, el secretario del Tesoro norteamericano decía en Davos que sería bueno para su comercio tener un dólar débil; y lo decía aparentemente sin tener en cuenta las consecuencias para un país con un tremendo déficit y que depende de que los demás demanden dólares y compren sus bonos del tesoro. Es evidente que eso solo lo podrán conseguir con un dólar fuerte, y esa es la razón por la cual todos los presidentes precedentes han procurado mantener fuerte a la moneda. Por su parte, el secretario de Estado Rex Tillerson dijo que sería una buena idea reavivar la Doctrina Monroe para Centro y Sudamérica, algo que ha sido muy mal recibido por el resto del continente; de hecho, es una posición unilateral que ya fue muy mal aceptada en el pasado… 

Estos movimientos sin sentido no hacen más que acelerar un proceso que no estaba colapsando la cooperación internacional, sino certificando que gracias a que EE.UU. ha ayudado a construir instituciones robustas, la cooperación ahora va a continuar, aunque se excluyan de ella. Esto es algo muy interesante, que no hubiese ocurrido hace 20 años.

Ya contamos con varios ejemplos: cuando el presidente Trump se retiró del Acuerdo de París (COP21), pensó que este se colapsaría, pero ha ocurrido lo contrario, y el proceso ha seguido con el resto de países del mundo. O cuando en EE.UU. –demócratas y republicanos– se retiraron del TTP (Tratado de Asociación Transpacífico), también pensaron que se iría a pique, pero hace unas semanas los 11 miembros restantes han confirmado su intención de proseguir. Igualmente, aunque el presidente criticó a la OTAN y al excesivo peso económico para su país, ha terminado sumándose al refuerzo de las estructuras de defensa europeas anunciado por la UE y ha pedido que eso se haga bajo el paraguas de la OTAN. Una última muestra: cuando China creó el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), del cual soy consejera, fue apoyada por Reino Unido, pero refutada por EE.UU., que además solicitó a sus aliados que no lo apoyasen. Sin embargo, 84 países se han unido al Banco, incluyendo muchos aliados norteamericanos. 

Es decir, se está produciendo un giro radical en la cooperación internacional, donde Estados Unidos no puede tomar decisiones unilateralmente. Mi impresión es que aún no se han dado cuenta de las implicaciones que supondrán. Si bien el presidente Trump dijo en Davos que “América primero no significaba América sola”, la realidad es que “America First” está terminado por ser “America Alone”. 


 Ngaire Woods, decana de la Blavatnik School of Goverment.

Texto publicado en Executive Excellence nº146 mar. 2018