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Empresas ciudadanas y organizaciones responsables

21 de Abril de 2010//
(Tiempo estimado: 6 - 12 minutos)

Si la parte más principal de la felicidad consiste en ser lo que se quiere ser, como escribió Erasmo de Rotterdam, está claro que a los humanos no nos importa demasiado ser felices. Esto es, al menos, lo que parece: se repite la eterna y humana dicotomía apariencia/realidad.

Hace más de 2000 años, después de un largo tiempo de reflexión y análisis, Cicerón publicó De Officiis, Sobre los deberes, un libro a modo de epístola moral dedicado a su hijo Marco, en el que le hacía partícipe de sus profundas convicciones éticas.

Cicerón predicaba que el conocimiento de las cuatro virtudes cardinales -prudencia, justicia, fortaleza y templaza- debe llevar implícito un conjunto de compromisos personales y sociales: honestidad, como parte de la conducta vital; la solidaridad, como exigencia y obligación si pertenecemos a una comunidad (algo que ya había apuntado Aristóteles) y, por último, la participación activa y militante en la vida de la “polis”. 

Si la RSE se configura como una nueva forma de gestionar la empresa, acorde con estos tiempos y con los nuevos roles y exigencias sociales, creemos que es posible aproximarse a un modelo integral de Responsabilidad Social que, lejos de ser exclusivo y universal (no hay modelos universales), ayude a desarrollar las demandas que la Sociedad, con mayúscula, espera conseguir de sus empresas e instituciones. Las mismas que Cicerón reclamaba hace más de veinte siglos.

Acerca del mundo de la empresa

“La empresa es seguramente la institución más decisiva de la sociedad moderna y, sin embargo, no goza de la consideración popular que le corresponde, pudiendo decirse que está necesitada tanto de prestigio social como moral. De prestigio social porque no es contemplada desde lo que realmente hace, sino desde lo que se piensa que hace; y moral, porque no deja de estar necesitada de unos cambios complementarios que dejen su funcionamiento más transparente y humanizado”. (F. Parra, 2007).

La reflexión del profesor Parra, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, pone con pocas palabras el dedo en la llaga: en el mundo moderno de finales del siglo XX y cuando alborea el XXI, parece como si la empresa necesitase justificarse cada día, como si actuara con el sólo propósito de dejar memoria cierta de su existencia. Ante los ojos escudriñadores de una sociedad que exige sin descanso, precisa aparecer como una institución capaz no sólo de dar resultados económicos; es decir, de ganar dinero, sino también de demostrar sin sonrojos que su actuación es moral y éticamente irreprochable, y de que, además, su tarea -la que fuere- merece el respeto de una sociedad que ha visto cómo esa institución llamada empresa se ha convertido en poco más de un siglo en el propio referente de la misma sociedad.

Algunos, exageradamente, han calificado a la empresa, a la gran multinacional en concreto, como uno de los instrumentos de bienestar y prosperidad más modernos del mundo; otros hablan críticamente de la corporación como de ese ente “surgido desde una obscuridad relativa hasta convertirse en la institución económica dominante en el mundo entero”; y añaden: “mucho antes de la caída del gigante Enron, la corporación, una institución novata, ya se había visto devorada por la corrupción y el fraude”. (J. Bakan, 2006).

Vivimos en medio de una crisis económica sin precedentes históricos, seguramente más profunda de lo que aparenta, con la fuerza emergente de la opinión pública y con instituciones claves como la religión, la política o la educación que necesitan redefinirse y encontrar su lugar; nos apasiona (y en ocasiones nos constriñe) la realidad de la discutida globalización; la amenaza del terrorismo nos agota tanto como el desgarrador desempleo y nos desespera el preocupante problema, nunca resuelto, de la emigración. Con este panorama, cuesta creer que sea posible para las empresas mantenerse en el futuro cómodamente y sin compromisos externos. Hay en todo esto, y en esta época, un fondo de trascendencia histórica y las empresas -y sus dirigentes- van a tener que jugar (lo quieran o no) un papel mucho más central en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social.

Parece fuera de discusión que lo que hoy entendemos por empresa es una institución que se ha ido configurando y afirmando -según las épocas- de acuerdo con los diferentes intereses de cada momento histórico. Hemos padecido/pasado por el intervencionismo estatal, por planteamientos neocapitalistas y, en algunos momentos, por etapas (según la coyuntura política y el país) de nacionalizaciones y/o privatizaciones. Hoy, la empresa es una organización social de singular importancia para la producción de bienes y servicios que tiene una específica finalidad económica y una adecuada ordenación legal dentro del sistema jurídico del Estado capitalista y posliberal. También hoy, en el siglo XXI, la empresa tiene un marcado carácter social y una creciente presencia, de los que, seguramente, ni debe ni va a poder desprenderse. El filósofo Jesús Mosterín (2008) ha remachado esta idea: “Sólo la combinación de democracia liberal y mercado libre ha conseguido extenderse y afianzar su prestigio, ocupando sin duda el lugar central en la cultura política y económica de nuestro tiempo”.

Eso no significa, naturalmente, que la empresa deba hacer el trabajo de los gobiernos, de la misma forma que los poderes públicos no deberían intentar las tareas que corresponden a las empresas. Los objetivos de unas y de otros son diferentes, o debieran serlo. Pero ésa es una discusión que, probablemente, no tenga final. Estamos elucubrando todavía sobre qué es la empresa, cuáles son sus objetivos, cómo se entiende su papel en la sociedad y, en consecuencia, cómo deben interrelacionarse los legítimos intereses de todos los grupos de interés (de los “afectados”, según la profesora Adela Cortina) con los también legítimos objetivos e intereses de la propia empresa. La respuesta a estas cuestiones nos llevará a la política de Responsabilidad Social de la Empresa, a su definición e integración en la estrategia corporativa y, en definitiva, a determinar si debemos, o no, diseñar un plan de RS ad hoc para cada empresa, según sus peculiares circunstancias y sus singulares características.

Ya hemos referido que estamos viviendo, y padeciendo, una competitiva época de convulsión, y aún de confusión, inmersos en algunos retos sobre los que conviene detenerse siquiera someramente: globalización, ética empresarial y el nuevo rol de la opinión pública son aspectos íntimamente ligados que forman parte de un mismo proceso, y conceptos sobre los que merece la pena reflexionar para acercarnos a este mundo de la RSE.

La globalización es, sobre todo, más allá de una circunstancia, un proceso complejo y de extraordinaria importancia que se ha desarrollado, con mayor o menor intensidad y extensión, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, y con enorme velocidad en el último tercio del pasado siglo.

Probablemente, no hay alternativa a la globalización. El Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz (2002), ha escrito algo que suscribo íntegramente: “Constituimos una comunidad global y como todas las comunidades debemos de cumplir una serie de reglas para convivir. Estas reglas deben ser -y deben parecer- equitativas y justas, deben atender a los pobres y a los poderosos y reflejar un sentimiento básico de decencia y justicia social (…) y deben asegurar que escuchan y responden a los deseos y necesidades de los afectados por políticas y decisiones adoptadas en lugares distintos”.

La globalización, unida a las nuevas tecnologías (meros instrumentos, simples herramientas y nunca fin en sí mismas), forma parte de una revolución inacabada a la que probablemente falta una regulación específica; tiene que humanizarse si quiere sobrevivir, y no puede desarrollarse a costa de abrir brechas y de incrementar las diferencias entre pobres y ricos. La globalización, hoy, demanda una ordenación solidaria y democrática, porque no se puede construir un mundo más justo sobre la ausencia de valores. La crisis ha sido, y es sin duda, una crisis de valores y normas  de conducta, y los todavía recientes escándalos de Enron, Worldcom y Parmalat son buen ejemplo de ello y un claro antecedente del desastre económico/financiero que ha hecho tambalearse el sistema desde 2008, con consecuencias todavía imprevisibles e impredecibles.

Desde hace algunos años, nos encontramos sumidos en una profunda crisis de la ética empresarial. Han desaparecido los criterios de identidad en el gobierno de las organizaciones. En los últimos tiempos (décadas 1970/1980, y algo más), comenzamos a confundir y cambiar valores -todos- por resultados inmediatos. Y, con ceguera preocupante, algunas empresas y sobre todo sus dirigentes se dedicaron sólo a pensar en el corto plazo. Lo único importante era enriquecerse a toda costa. Aparece el concepto de “capital impaciente”: lo importante era que los resultados estaban en el precio de las acciones y no en los dividendos de la empresa. “Comprar y vender acciones en un mercado abierto y fluido redituaba más rápidamente -y más abundantemente- que el mantener los valores accionarios durante un tiempo prolongado”. (R. Sennett, 2006).

La “necesidad” artificial de un valor bursátil en permanente alza provoca un cierto relajamiento del rigor que incumbe y es consustancial a la función auditora, todo ello unido a una mixtura indeseable cuando los propios auditores se transforman en firmas de consultoría, asesoría y auditoría, todo al mismo tiempo, y prestando servicios completos al mismo cliente.

Aparece un despropósito llamado “contabilidad creativa”, y el centro del escenario lo ocupa un altar donde se rinde culto al líder y se glorifica a los CEO, a los máximos ejecutivos de  las empresas,  a quienes siempre  se atribuyen los éxitos pero nunca los fracasos. Vanidad, codicia, enriquecimiento injusto, pasión desenfrenada por la imagen y un sinfín de adornos/adobos parecidos transforman a muchos de los dirigentes empresariales en casos dignos de estudio psicopatológico. Los que arruinaron las empresas que se les confiaron (y eso es una constante humana), no sólo se creyeron indestructibles y poseedores de la verdad absoluta, sino que además estaban convencidos de que lo hacían muy bien.

Junto a globalización y crisis de la ética empresarial (sobre la que hay que profundizar), la aparición de una opinión pública como institución flamante y democrática: más moral que los políticos, más humana que los líderes, más libre y verdadera que las instituciones, en palabras de Vicente Verdú. Gracias, sobre todo, al imparable desarrollo de las comunicaciones, hoy no se puede gobernar contra la grandeza de la opinión pública; como tampoco se pueden vender automóviles o servicios contra el sacrosanto gusto del público, es decir, de la clientela.

No sólo las empresas

Ése es el escenario. Pero no quiero olvidarme de dejar sentado que la principal responsabilidad de cualquier empresa, y de sus gestores, es en primer término cumplir con su deber y con el fin para el que fue concebida, dando beneficio, creando puestos de trabajo y riqueza, y siendo innovadora y eficiente, además de competitiva. Sin embargo, la empresa -y sus dirigentes- tiene otra responsabilidad y algún compromiso que van parejos, y aún más allá, del fundamental resultado económico: la empresa debe hacer posible un escenario mucho más humano y habitable. Es, también, su responsabilidad. La RS es, sin duda, el futuro y el core business empresarial de los próximos tiempos. 

Pero no sólo de empresas se trata. La necesidad de un quehacer responsable se extiende a empresas y organizaciones. El compromiso no es tarea exclusiva de éstas, sino también de personas e instituciones; y la solidaridad una obligación de todos sin excepción, como nos recuerda el artículo 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, más recientemente, el Global Compact.

Por eso, probablemente, convendría que habláramos cada vez más de RSO, Responsabilidad Social de las Organizaciones; de todas, sean empresas, universidades, instituciones, grupos sociales, sindicatos, organizaciones empresariales, tercer sector, agrupaciones, ONG´s, etc. En estos tiempos que corren, a todas y a cada una les cabe la obligación, además de cumplir con su deber, del compromiso solidario y del comportamiento ético y transparente.

Cuando hace más de medio siglo, Orwell escribía que “decir la verdad es un acto revolucionario”, probablemente estaba pensando en esta época llena de paradojas y contradicciones que nos ha tocado vivir. Un tiempo en el que, en expresión de Zygmunt Barman, la sociedad se ha vuelto “líquida”, y en la que los humanos, confundiendo progreso con velocidad, buscamos atajos desesperadamente. 

Los organismos son más vulnerables a medida que se hacen más grandes y complejos; y esa regla de la biología es aplicable a la propia empresa y a toda la sociedad, cuya fragilidad va pareja y a la misma velocidad que su desarrollo. Y no bastan las leyes porque, en definitiva, las normas no resuelven los problemas por sí solas y sólo apuntan principios de solución para los conflictos a los que se aplican. Hace falta aprender a gestionar, de nuevo, empresas, instituciones y organizaciones; y hacerlo con base en valores que, a su vez, crean valor. Estamos en los albores de una nueva época, más de intemperie que de protección; un instante mágico en el que la lucha por el hombre mismo y por los valores en las organizaciones, si nos lo proponemos, puede instalarse definitivamente entre nosotros. Una batalla larga y difícil, sobre la que ya nos advirtió Nietzsche: “Una generación ha de comenzar la batalla en la que otra ha de vencer”.

Los valores son la infraestructura moral indispensable de toda sociedad justa, y de cualquier empresa que quiera obtener el preciado título de empresa ciudadana: aquélla que además de cumplir con su deber, promueve y desarrolla el Buen Gobierno, desarrolla relaciones de equidad con todos los grupos de interés, se comporta éticamente y se compromete social, solidaria y activamente con la sociedad. Y ésa es la empresa responsable; y ésa es -debería serlo también-  la empresa y la organización del futuro.

 


 

Juan José Almagro 

Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de MAPFRE

Artículo de opinión publicado por Executive Excellence nº69 abr10