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La era de la estética pasó: estamos en la era de la ética

(Tiempo estimado: 4 - 8 minutos)

La crisis que ha azotado a las sociedades occidentales desde 2008 ha provocado que estas hayan perdido la esperanza en el tránsito de estos difíciles años, para abrazar la desconfianza.

Aunque se dan ya señales, especialmente, en el terreno de la macro economía, de que estamos en el comienzo de un cambio de ciclo –con todas las prevenciones que la debilidad en el afianzamiento de este aconseja–, lo cierto es que una de las heridas más profundas que la Gran Recesión ha dejado a su paso –gran recesión que no ha sido otra cosa que una combinación de falta de liderazgo, por una parte, de las instituciones, las compañías y las instituciones financieras, y de falta de confianza, por otra parte, de los ciudadanos hacia aquellas–, y que, probablemente, más tiempo va a tomar en ser cauterizada, es la de la desconfianza, la del escepticismo y la del cinismo de los ciudadanos hacia los liderazgos tradicionales.

Es, precisamente, por esta razón por la que se hace imperativo comprender que la recuperación de esa confianza –perdida, derrochada, traicionada– se ha convertido en la actualidad en un objetivo imperativo al que las organizaciones deben aspirar en el día a día de su comportamiento en el mercado y para la que sus directivos cuentan con mecanismos gerenciales de gestión y de medición.

Dicho en otras palabras, en estos tiempos marcados por el deterioro de la credibilidad de las empresas y sus líderes, la reputación ya no es una opción o una cuestión accesoria sino que su correcta gestión se ha convertido en una prioridad. 

Hasta ahora, los directivos de las empresas y las instituciones financieras, formados en los paradigmas educativos y del entorno operativo del siglo XX, habían cometido el error de considerar que no debían preocuparse y rendir cuentas a los accionistas de los negocios que dirigían más allá de los resultados económico-financieros.

Sin embargo, hoy por hoy, ha quedado suficientemente demostrado, una y otra vez, que el rendimiento económico no es suficiente para que las empresas sean capaces de garantizar la generación de un valor superior y sostenible en el largo plazo y para todos sus grupos de interés y, con ello, se ganen la licencia social para operar en los mercados.

En este nuevo entorno operativo de los negocios del siglo XXI, los riesgos reputacionales escalan en la jerarquía de preocupaciones de los más altos ejecutivos de las empresas y las instituciones financieras. 

Por ejemplo, la firma Deloitte, en su encuesta sobre Riesgos Estratégicos de 2014, reveló que el riesgo reputacional está posicionado como el riesgo estratégico número uno para gerentes y directivos de todo el mundo.

El 87% de los ejecutivos encuestados evaluaron el riesgo reputacional como el “más importante” o “mucho más importante” y el 88% aseguró estar centrado explícitamente en la gestión del riesgo para la reputación de sus organizaciones como un desafío clave para sus negocios.

Un riesgo reputacional que no se gestiona adecuadamente puede desencadenar rápidamente una crisis estratégica. Además, según las empresas que participaron en esa encuesta, la responsabilidad por el riesgo reputacional reside en los más altos niveles de la organización, con el director general (36%), el director de riesgos (21%), y la junta directiva (14%) o el director financiero (11%), como máximos responsables de evitar su materialización.

¿Por qué el riesgo reputacional quita, de pronto, el sueño a los directivos de las empresas? ¿Cómo han pasado estos de interesarse únicamente de los aspectos financieros de sus modelos de negocio a tener un mayor interés por aspectos ambientales, sociales y de gobernanza –ESG, por sus siglas en inglés–, así como el desarrollo en el área de la sostenibilidad?

La razón reside en el hecho de que se está produciendo, aceleradamente, un cambio global de paradigma debido al cual las empresas y las instituciones financieras no solo deben rendir cuentas de su rendimiento económico-financiero sino que, complementariamente, han de hacerse cargo de una agenda compuesta por una quíntuple cuenta de resultados que incluye, también, la gobernanza y la ética con la que se gestionan las organizaciones; el impacto que estas tienen sobre el medio ambiente y la sostenibilidad; cómo se gestionan las personas y la gestión del talento; y, por último, cómo se enraízan, como un ciudadano leal y confiable, estas organizaciones en las sociedades en las que operan.

La era de la estética ha terminado, empieza la era de la ética; el tiempo de las palabras ha pasado, estamos en el tiempo de los hechos. La era de la opacidad y la manipulación ha dado paso a la “Era de la Hipertransparencia”

Las empresas no tienen a dónde correr, ni tienen dónde esconderse. Hoy, la información está al alcance de cualquiera, circula a velocidades vertiginosas, y sin ningún tipo de control, a través de los medios que facilitan las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación y un cada vez más amplio, creciente y vertiginoso abanico de plataformas en redes sociales.

Las empresas ya no controlan lo que se dice de ellas y, cada vez menos, lo que se sabe sobre la actividad que realizan.

Este flujo de información también es una válvula para la acción.

Los consumidores, clientes, ciudadanos, reguladores y, en definitiva, las personas, actúan y se comportan como resultado de este intercambio constante y desestructurado de información y parece existir una marcada tendencia por elegir –ya sea comprar, consumir, apoyar, regular, trabajar u otros– a compañías que cuentan con una gran reputación y, no tanto, en relación con el viejo binomio que componía la promesa de valor de los negocios del siglo XX, es decir, oferta de productos y servicios a un precio determinado.

Todo lo que tiene que ver con un modelo de negocio se observa y se escrutiniza y, muy especialmente, la forma en que se comportan y el impacto que sus actividades tienen sobre la sociedad.

Hace un tiempo relativamente reciente las empresas eran conscientes de que sus promesas de valor se definían por lo que ellas mismas decían de sí mismas a través de sus anuncios, de sus acuerdos de patrocinio, de los discursos de sus responsables ejecutivos o de sus comunicados de prensa.

Sin embargo, hoy está cada vez más claro que aquellas se definen por lo que de ellas dicen los demás, por las conversaciones que tienen lugar tanto en el mundo real como en Internet.

Hoy, las acciones, las palabras y los pensamientos de instituciones poderosas se ven sometidas a un profundo y riguroso examen por parte de los ciudadanos.

Por ello, Ética, Integridad, Compromiso, Confianza se presentan como los pilares de cualquier modelo de negocio en el siglo XXI que han de impregnar a las organizaciones empresariales y financieras para generar, mantener y afianzar su Reputación ante sus grupos de interés. 

Si la Alta Dirección evalúa y es evaluada únicamente de acuerdo con parámetros financieros no saldremos de la situación actual.

Se necesitan nuevos instrumentos de gestión empresarial, que pasen necesariamente por la gestión de la reputación, es decir, por ese activo imprescindible para generar credibilidad y confianza entre todos los grupos de interés de los negocios.

Existen para ello tres herramientas que pueden favorecer el cambio y contribuir un nuevo modelo de gestión empresarial: Reputación, Sostenibilidad y Transparencia.

La Reputación consiste en generar valor en el largo plazo para el negocio sobre la base de un modelo de negocio que responda a la Quíntuple Cuenta de Resultados.

La Sostenibilidad consiste en el establecimiento de una relación duradera y estable con el entorno, un modelo de negocio que permita que todos los actores ganen compartiendo valores y réditos.

La Transparencia pasa por la mejor rendición de cuentas y estar abierto a la fiscalización y a la involucración de los grupos de interés críticos del negocio en su propia gestión.

El objetivo final no es otro que dotar a las organizaciones de las herramientas necesarias para interpretar, delimitar, mitigar y transformar sus riesgos reputacionales en valor.

Es inevitable que, en ocasiones, las cosas puedan salir mal y que la reputación de las empresas entre en crisis, ya sea por errores cometidos internamente (Riesgos de Liderazgo y Riesgos operativos), por el entorno (Riesgos Ambientales o Regulatorios) o por causas naturales (Riesgos naturales). Sin embargo, la forma en que las empresas se enfrentan a estas situaciones de crisis es lo que marca la diferencia. 

 Las compañías y las organizaciones que sepan cómo gestionar sus propios riesgos reputacionales serán entidades que, no solo reducirán las consecuencias negativas del riesgo reputacional, sino que, durante el proceso, serán capaces de mejorar su reputación y generar valor.

Labrar una buena reputación es un imperativo ético porque solo puede disfrutarse de una percepción reputada si se trabaja sobre los factores que la conforman que, en su mayoría, son nuclearmente deontológicos e, inmediatamente después, relacionales porque no hay reputación íntima, ni opaca, sino que, para serlo, ha de ser conocida y transparente.

En definitiva, si en algún momento ha sido preciso rehabilitar, reconstruir y nutrir la reputación es justamente el actual, cuando la larga estela de la Gran Recesión ha dejado un rastro de desconfianza hacia todo y hacia todos. ¿Sabrán estar los líderes corporativos y financieros a la altura del reto?


Artículo publicado en Executive Excellence nº119, febrero 2015.

Jorge Cachinero, Director Corporativo en LLORENTE & CUENCA, profesor en IE Business School y miembro del Consejo Científico del Real Instituto Elcano.


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