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Competitividad y capacidades directivas

22 de Diciembre de 2009//
(Tiempo estimado: 5 - 10 minutos)

La competitividad, algo demasiado manoseado

Los últimos tiempos están siendo demasiado prolijos en distintos análisis sobre los males de nuestra productividad y nuestra competitividad. Los datos aportados recientemente por los estudios del World Economic Forum no hacen más que ahondar en nuestra herida, seguramente estructural, al facilitar una enorme cantidad de información de indicadores sobre decenas y decenas de factores que, de alguna forma, inciden en los resultados económicos que obtiene nuestro país.

No voy a decantarme ni abundar sobre unos u otros datos, porque es bien sabido en el análisis de la economía ortodoxa que, a nivel empresarial, la competitividad y la productividad son conceptos lógica y razonablemente analizables; pero que, cuando los elevamos a categoría de país, plantean dificultades metodológicas de no fácil  superación. El profesor Rafael Myro hablaba, en un clarificador trabajo publicado a principios del pasado mes de julio, de la “paradoja de la productividad y la competitividad”. En él ponía de manifiesto las disonancias entre una y otra medida, desveladas tras el estudio serial de datos procedentes de muy diversas fuentes, como por ejemplo: la Central de Balances del Banco de España. Esta falta de paralelismo entre los signos de la productividad y la competitividad, tan habitualmente argumentado por numerosos economistas, con o sin sesgo ideológico añadido, la atribuye a tres razones que relaciona con el siguiente orden: las deficiencias de la información estadística, la ineficiencia del esfuerzo en investigación (la economía española madura lentamente, pero no es capaz de incorporar las tecnologías foráneas) y, sobre todo, el shock inmigratorio que obviamente ha vivido nuestra economía. Éste último supone que durante una década las empresas, grandes y pequeñas, han dispuesto de mano de obra barata que ha incrementado su eficiencia y competitividad al poder ofrecer más y mejores servicios (en general) a los consumidores.

En todo caso, aceptando que la competitividad de los países está absolutamente interrelacionada con la de sus empresas, podemos adentrarnos en el terreno de análisis que nos es más conocido y cercano. Además, quizá no debamos olvidar la ya antigua sugerencia que nos hacía Paul Krugman al tildar de “peligrosa obsesión” el interés de plantear las relaciones económicas internacionales con los mismos criterios que utilizamos para el ámbito empresarial.

Los matices conceptuales

Se podrían acoger numerosas interpretaciones sobre lo que se quiere decir cuando se habla de competitividad, pero vamos a reseñar sólo algunas que nos ayudarán a entender nuestra propia hipótesis, que desarrollaremos más adelante.

Desde la definición de Juan Ramón Cuadrado: “Una empresa es competitiva cuando es capaz de mantener y ampliar su cuota de mercado frente a los competidores”, pasando por las hipótesis expuestas por el profesor de Stanford, William Barnett en su The Red Queen among Organizations. Barnett propone la consideración de que las empresas que están expuestas a una historia reciente de competencia son más viables y generan una mayor competitividad porque han de desempeñarse mejor que sus rivales. Y esto es así puesto que, finalmente, los resultados dependen de cómo se ha adaptado la empresa a la lógica competitiva de su contexto (entorno). Es decir, de cuál sea su estrategia competitiva.

Otra aportación destacable, en este caso hecha desde la posición de un afinado  observador social y afamado costumbrista como Juan José Millás, nos conduce a una reflexión categórica y finalista extrema: “Las clases bajas son competitivas cuando cobran poco, mientras que las altas lo son cuando ganan mucho. A los obreros se les exige flexibilidad, movilidad, humildad, mientras que el prestigio de los ejecutivos depende de la cláusula de rescisión de su contrato. Ser competitivo, si eres pobre, consiste en acabar el ejercicio siendo más pobre mientras que si eres rico consiste en acabarlo forrado”.

Tampoco hay que desdeñar, de ninguna manera, lo que nos propone el colectivo Alternativa Responsable, que en 2007 emitió un manifiesto por la responsabilidad social de las empresas (RSE) en el que defiende el enfoque de que la productividad y la competitividad tienen mucho más que ver con la forma en la que las empresas obtienen sus ingresos que con las manidas “donaciones o similares”, que tan arteramente se califican a veces como argucias de marketing para tapar tramas inconfesables varias. Es decir, la RSE, según este colectivo encabezado por Ramón Jáuregui, nos habla de cumplimiento de la ley, de los procesos de control interno, de la transparencia, del equilibrio entre maximizar ingresos y reducir costes, de no comprometer principios fundamentales como el respeto a los derechos humanos, los derechos laborales, el cuidado medioambiental o de las prácticas anticorrupción en todo su teatro de operaciones, como líneas rojas no traspasables, si no se quiere comprometer la sostenibilidad futura.

Pues bien, en prácticamente todas las aproximaciones conceptuales que hemos ido desgranando intencionalmente, hemos estado aludiendo tácitamente, de una u otra forma, al desempeño de la organización, a comportamientos más o menos motivados positivamente, a conocimiento competitivo y talento de las organizaciones,  pensando que todo ello debe estar, ineludiblemente, al servicio de la orientación al cliente. El servicio al cliente, sí, como la única razón que justifica la creación de una empresa, como nos recordaba Peter Drucker.

La competitividad es, pues, la percepción y la mirada de los clientes sobre nuestra organización. No lo que dictaminamos onanista y autistamente desde nuestras organizaciones, sin tener en cuenta a los clientes. No considerarlos supone estar en otras cosas, quizá más cercanas a puros tinglados especulativos. Poniendo en equivalencia el atinado proverbio machadiano sobre los ojos que vemos, los clientes son clientes no porque les vendemos, sino que son clientes porque nos compran. Esta es la gran diferencia de enfoque. Si la superficialidad habitual no nos permite detenernos en ella, seguiremos pensando en nuestro ombligo como centro del universo.

Innovar dirigiendo personas

En las jornadas anuales de “Innovación en Dirección y Gestión de Personas” del IDEC-Universidad Pompeu Fabra del año pasado, sobre productividad y capital humano, dedicadas a profundizar en el management de las relaciones con los empleados en las organizaciones, se abordaron estas cuestiones con un panel de primeros ejecutivos de organizaciones como CISCO, MERCK, La Caixa y MERCO. Para este año, en concreto para finales del próximo mes de noviembre, nos planteamos tratar en la jornada anual las “Estrategias de Mejora de la Competitividad: el Desarrollo de los Directivos”. Los máximos referentes de organizaciones como AC Hotels, Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, Grupo CELSA, OTTO WALTER y EGON ZEHNDER analizarán el binomio competitividad-directivos, arropados por diversas instituciones y entidades empresariales entre las que colabora AED, fundadora y auspiciadora de CEDE.

Pensamos que en los rankings virtuales de competitividad hay establecida una especie de carrera de resistencia en la que, a golpes de innovación y organización eficiente, las empresas pasan de unas posiciones a otras, bien porque son capaces de encontrar sus “océanos azules”, nada fáciles de encontrar por cierto, bien por otras causas como podrían ser las que nos sugieren desde el mentado colectivo Alternativa Responsable, o la que hace tiempo que nos proponen en el Club de Excelencia en Gestión. Porque, a la postre, como ya hemos avanzado antes, la competitividad no es más que lo que realmente ven los clientes y consumidores, lo que tienen en cuenta a la hora de decidir –siempre por algo más emocional que los clásicos argumentos racionales como el precio-. Ellos están observando nuestra oferta de niveles tecnológicos (y comparándola con la de nuestros competidores), y, sobre todo, el tipo de relaciones que conseguimos establecer con ellos. Es decir, qué atención y qué cultura ponemos a su disposición, para que ellos puedan tomar el mando efectivo en la relación (que ya lo toman, y cada vez lo tomarán más).

En definitiva, una empresa es tanto más competitiva cuanto su imagen y su presencia en el mercado están dadas por la comprobable excelencia de las relaciones que establece con los clientes, con los empleados, con los proveedores y con los accionistas. Y, por supuesto, con los miembros potenciales que se puedan sumar a estos colectivos; pues justamente, las relaciones que la organización establece con todos ellos devienen en el ADN empresarial. En algunas organizaciones, este ADN está configurado por la avaricia impuesta por el consejo de administración, que se manifiesta por la estéril adoración al becerro de oro cortoplacista del EBITDA, y en cambio, en otras, se apuesta por el desarrollo profesional y humano (no se da el uno sin el otro) de directivos y empleados, orientándose a la permanencia a largo plazo del cliente, fiel y comprometido, como nos enseñaba Peter Drucker.

En las próximas jornadas de “Innovación en Dirección y Gestión de Personas” que hemos comentado se analizarán las diferentes maneras de establecer el equilibrio entre comportamiento, conocimiento y talento, porque creemos que son los atributos a manejar con eficiencia en el desarrollo de los directivos. Y esto es así porque estamos persuadidos de que hay que fomentar al máximo ese desarrollo de los equipos directivos, comenzando incluso por aquéllos que tienen mando sobre los empleados especializados que están al final de la cadena de valor (o al principio, según se mire), relacionándose directamente, en nombre de la marca a la que pertenecen o a la que sirven, con los clientes. 

Ese modelo de cuidadosos procesos de relación con los clientes es el que, en definitiva, crea el valor para la organización. Todo lo que en una organización no esté estructurado en torno a la orientación al cliente, o está mal organizado o está mal dirigido. La moda impuesta por las consultorías de management de estructuras organizativas excesivamente aplanadas, diseñadas para que los jefes se sirvan de sus colaboradores en vez de seguir el axioma de que el liderazgo es servicio a tus colaboradores, está produciendo un fenómeno perverso de suma trascendencia  que observamos con gran preocupación: la desaparición de los “mandos intermedios”.

A menudo nos encontramos con empresas dirigidas por pocos altos directivos, con elevados sueldos y tramposas participaciones garantizadas en los beneficios -pero no en las pérdidas-,  y una enorme cantidad de cuasi becarios jóvenes y no tan jóvenes, con sueldos mileuristas, a los que se les exige que asuman responsabilidades no siempre acordes a sus capacidades y experiencia. En estas organizaciones, el temor al despido hace que se trabajen jornadas interminables porque, además, ven bien estar acompañados por una cohorte de personas, aduladoras unas, miedosas otras, que cumplan jornadas agotadoras e ineficientes, negadoras de razonables criterios de conciliación. Y en estas empresas, lo más grave y deprimente es que con la desaparición de los mandos intermedios (algo tan lamentable como lo que sucede, en otro orden de cosas, con la escasa apreciación que nuestra sociedad tiene por la Formación Profesional), que suelen ser prejubilados en edades insultantemente tempranas, se evapora también el conocimiento y la experiencia implícitas, la que conservan en propiedad las personas al margen de repositorios formales de conocimiento explícito disponible. Así no se produce la imprescindible gestión y transmisión del conocimiento, ésa que debería conservarse como un tesoro en el ADN de cada negocio.

Vemos, pues, que la competitividad, sea la que nos depara el shock inmigratorio, la que precisa de los desempeños en competencia, la de los trabajadores que se empobrecen, o la de los que tienen la fortuna de estar insertos en organizaciones con prácticas positivas de RSE, depende en última instancia del grado de desarrollo de los directivos como estrategia de management. 

Las relaciones que sean capaces de establecer la empresa y sus directivos con los trabajadores son una herramienta procedimental crítica a manejar, pues este tipo de nexo se correlaciona, inexorablemente, con el que la organización termina por establecer con sus clientes: si hay satisfacción del empleado, hay satisfacción del cliente. Y al contrario. Así que, poca broma con la competitividad y su formalización relacional, porque en todas las organizaciones vivimos de ese vínculo.


 Antonio Ruiz Va

Director del Programa Avanzado de Marketing para los Recursos Humanos del IDEC-Universidad Pompeu Fabra.
Miembro de la Junta Directiva de AED
Artículo de opinión publicado en Executive Excellence nº63 oct09

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